jueves, 1 de octubre de 2015

Cuando Indio Errante trajo el Otoño ( Cuento de la mitología Onas )

Una bonita leyenda de la Mitología de  los indios Onas sobre el origen del Otoño

Cuando Indio Errante trajo el Otoño 



Lejos de aquí, allá en el tiempo de las leyendas, en ese tiempo vivió Indio Errante. Iba de acá para allá a su antojo, y cada vez que regresaba al poblado todo el mundo estaba ansioso por oír las noticias y los relatos que traía de otros lugares y otras gentes. Indio Errante les hablaba de ríos inmensos, repletos de peces, y de la selva virgen y de la pampa. Le cosían a preguntas y le escuchaban con gran atención. 

Pero un día no quisieron creerle por mucho que se esforzara en explicarles lo que había oído. Fue el día en que les habló de unas tierras lejanas del norte en las que reinaba un clima extraño, allá las hojas de los árboles no siempre eran verdes, durante un cierto tiempo -decía- empezaban a amarillear, se convertían en rojizas y, más tarde, parecía que alguien hubiera derramado una inmensa jarra de miel por el paisaje. Entonces, no tardaba en llegar la nieve, o bien empezaba a llover y el agua caía y caía sin parar, hasta que de las yemas de los árboles nacían pequeñas hojas, de un verde brillante. 

Y es que en el poblado nunca habían visto hojas de color de otoño. 

Cuando el Gran Señor del frío empezaba a fumar con su pipa de hielo, los árboles y matorrales todavía estaban verdes, y él fumaba y fumaba y el humo se iba alzando y el cielo se llenaba de nubarrones grises y tupidos. 

Entonces, se oía el silbido de los vientos helados que llegaban y, de repente, el mal tiempo invadía aquel rincón del mundo. Las hojas verdes y tiernas, se desprendían y eran arrastradas lejos. La hierba quedaba escondida por la nieve. El río cubierto por el hielo. Los seres humanos se abrigaban bien, cubriéndose con pieles y no podían dejar de atizar el fuego para protegerse del frío del largo invierno.

Por eso les costaba tanto creer lo que explicaba su amigo trotamundos, cuando les hablaba de aquel fenómeno que la gente del Norte llamaba “otoño”.

-"Jura por tu honor que nos traerás el otoño" –le pidieron. 

Y les prometió que lo haría.

Pasaron los meses e, incluso, años. Indio Errante viajó de acá para allá preguntando a todo el que se cruzaba en su camino cómo podía hacer para llevar el otoño a su poblado; pero nadie sabía responderle. 

Su cabeza se cubrió de plata y sus pies le seguían a duras penas. Pero él nunca olvidó su promesa.

Un día, a finales de verano de vete a saber cuándo, llegó a un lugar desconocido, en el que no crecía ni una brizna de hierba ni tampoco se oían pájaros. 

Unas cuantas piedras mal amontonadas indicaban el inicio de una estrecha senda. La siguió y, tras mucho caminar, llegó hasta una cueva. Sentado sobre una piedra vio un gigante cubierto de pieles. 

En sus manos vio una gran pipa de hielo. Cuando el gigante vio acercarse al vagabundo, gritó: – ¡Debería castigarte por haberte atrevido a llegar hasta aquí! ¡Yo soy el Gran Señor del Frío! Sé lo que buscas y sólo yo podré decirte lo que tienes que hacer. 

Pero primero piensa si te vale la pena: ¡mis consejos te costarán la vida! 

Indio Errante respondió: 

– Me da igual. Me sentiría feliz si me ayudaras a cumplir la promesa que hice a mi pueblo.

El gigante se quedó como pensando un rato y, al final, dijo: 

– Ponte en camino tan pronto como puedas. Sigue en esa dirección, hacia el poblado; encontrarás una piedra muy grande, inclinada. Debajo de ella nace la fuente del otoño. Lo único que tienes que hacer es beber... Vete deprisa y no te entretengas, pues poco falta ya para que empiece a fumar la pipa de hielo. 

Indio Errante le dio las gracias, se despidió del Señor del Frío y corrió tan rápido como sus piernas cansadas se lo permitieron. No podía perder ni un momento. Grandes nubarrones empezaban a asomarse por el horizonte, y se oía ya el silbido del viento acercándose.

Por fin encontró la gran piedra. Reunió todas las fuerzas que le quedaban para poder moverla y debajo de ella descubrió un chorro de agua que manaba clara pero rojiza. Indio Errante no dudó ni un momento. Se arrodilló, acercó sus manos al agua y bebió. Bebió lentamente.

Luego, se puso en pié y se quedó allí, clavado en el suelo sin poder dar un solo paso. Sus pies quedaron algo hundidos en la tierra, como si fuesen raíces. Se miró las manos dándose cuenta de que se estaban convirtiendo en ramas, ramas con nudillos y retorcidas, y de las ramas salieron hojas.

Así, junto a la fuente, apareció un pequeño árbol de hojas rojizas, que brillaban como rubíes. El viento había amainado. Sólo se oía el suave murmullo de una brisa ligera. Las nubes, antes amenazadores, paseaban ahora por el cielo como cigüeñas blancas en vuelo.

Las gentes del poblado salieron extrañadas y, enseguida vieron al pequeño árbol de hojas rojizas. Y dijeron:

 – Nuestro amigo Indio Errante ha cumplido su promesa. Ha traído el otoño al poblado.


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